Siempre que se acerca el 27 de febrero tengo motivos para hacer algunas reflexiones. Muchos adivinarán que es porque se trata de la fecha en que, en 1844, se produjo la Independencia Nacional y nacimiento de nuestra República Dominicana.
Pero en realidad tengo un motivo adicional, ya que, en esa misma fecha del año 1987 murió mi padre José Antonio. Siempre lo recuerdo con alguno de sus tantos consejos, debido a que, a pesar de no ser académico, tenía muchas vivencias y, parece que al saber que moriría joven, decidió llenarnos de consejos tanto a mí, como a mis hermanos y algunos amigos de infancia y adolescencia.
Esta vez, a sus 33 años de lamentable partida, deseo compartir con ustedes una de aquellas enseñanzas que aprendí de mi padre y que han servido para bien en mi formación de adulto y la crianza que he dado a mis hijos. Es lo siguiente:
Eran los tiempos de mayor unidad familiar, pues nuestra familia la integraban mi madre, mi padre y cuatro hermanos que crecíamos con un elevado sentido de la unidad.
Un domingo nuestro padre invitó a la familia al Parque Zoológico Nacional para disfrutar del recorrido en tren y de la vista de una especie animal. Recuerdo que para esa época era famoso un mono algo maleducado y la muy querida elefanta que enfrentaba el peso de los años.
Cuando íbamos en la fila para subir al tren, un hombre se acercó con sus hijos y de forma prepotente y aprovechada se colocó delante de nosotros y presumió de su irrespeto como queriendo mostrarse superior a los demás. Mi padre le reclamó y el hombre respondió de forma grosera y en son de querer pelear.
Sabiéndose en desventaja por el hecho de estar acompañado de su esposa y de cuatro hijos pequeños, dos hembras y dos varones, mi padre respiró profundo, se le notó la ira y el deseo de poner a aquel impertinente hombre en su lugar, pero prefirió ceder, motivado también por mi madre, quien le decía que no le diera importancia a lo sucedido.
Los cuatro hermanos, en especial mi hermano mayor y yo, nos quedamos algo sorprendidos y hasta decepcionados de ver que nuestro papá cedió ante la injusticia de la impertinencia de este hombre que tomó nuestro puesto en el tren del zoológico. Para aliviar nuestra decepción y confusión por lo recién ocurrido, el viejo sólo atinó a decirnos: “mis hijos, yo no soy cobarde, sólo he sido ‘evitador’”.
Pasaron los años, crecí, me casé y recuerdo que un domingo, en la noche, saliendo en mi vehículo de la casa de mis suegros, donde había pasado todo el día junto a mi esposa de entonces, embarazada, además de dos niños pequeños, en la rotonda del Kilómetro 9 de la autopista Duarte, una camioneta estaba parada delante de nuestro pequeño carro Fiat 125, año 1972. Le toqué bocina al individuo para que avanzara, pues no había motivo para que estuviera detenido en el medio en su camioneta enorme. El hombre estaba acompañado de una joven mujer.
Recuerdo que cuando le toqué bocina un par de veces, el hombre adelantó un poquito la camioneta, luego le puso reversa y retrocedió intencionalmente para chocar la parte frontal de nuestro carrito. Así lo hizo, con la intención, no de provocar un gran daño, sino, más bien, de humillarnos y hacernos ver que no se movería hasta que le diera su gana.
En ese momento me rebosé de ira, rabia y deseos de bajar del carro para poner en su lugar a este prepotente, que se la quería lucir delante de su acompañante. Sin embargo, respiré profundo y pensé que estaba acompañado de mi esposa encinta, así como de mis dos niños pequeños. Me mordí los labios y contuve mi rabia.
Recuerdo que mi hijo Junior, con unos seis o siete años, ya tenía edad para razonar y presenció el hecho. Al ver que no reaccioné ante esa acción de prepotencia del individuo en la camioneta, sólo lo miré y le dije: “mi hijo, yo no soy cobarde, solo he sido ‘evitador’”.