La suspensión de las elecciones municipales, que debieron celebrarse el pasado 16 de febrero, separadas de las presidenciales y congresionales, de acuerdo con lo dispuesto en nuestra Constitución, es un episodio catastrófico y lamentable para el país.
La primera consecuencia es que se ha erosionado seriamente la credibilidad y confianza en nuestras instituciones y muy particularmente en la Junta Central Electoral (JCE), órgano responsable constitucionalmente de la organización del proceso. El sistema de partidos también sufre sus consecuencias.
Y es que la sociedad está reclamando, prácticamente a una sola voz y con sobrada razón, que tiene que darse una investigación profunda y seria que determine donde estuvo el problema que provocó una falla tan grave a un sistema novedoso como lo es el voto electrónico justo el día de las elecciones. No se puede pasar por alto esto. Sobre todo, por todo lo que implica en términos de la confianza en un sistema que sustenta nuestro ejercicio democrático. Y, por otro lado, la responsabilidad y el compromiso de los servidores públicos en garantizar que las cosas funcionen apegadas a la ley.
El otro aspecto clave es las implicaciones económicas que tiene esta situación, vista desde varias perspectivas, por un lado, la incertidumbre que genera en los agentes económicos y la repercusión en el clima de inversión, así como en el sector turístico, tan sensible al problema de los conflictos sociales y que viene de sufrir un impacto negativo con la crisis de imagen del año pasado.
Todo el mundo coincide en el hecho de que el costo económico que tiene este proceso para un país como República Dominicana y particularmente para los contribuyentes es enorme, aunque pudieran aparecer quienes sustenten el argumento de que ese es el costo de la democracia. A nadie le ha resultado de agrado que el país haya invertido en la implementación de un sistema de voto automatizado que ya ha sido descartado por la propia JCE para la próxima convocatoria de elecciones municipales que fue fijada por el organismo rector del sistema electoral para el domingo 15 de marzo.
La JCE adquirió las máquinas de votación, por un costo que supera los mil millones de pesos. La JCE tenía previsto utilizar 9,757 equipos del voto automatizado en las elecciones municipales, pensado como un ensayo para las elecciones nacionales que deberán realizarse en tres meses. Ya antes, para las elecciones del 2016, el país había invertido unos 1,700 millones de pesos en equipos para la captación de huellas, el registro de concurrentes y el escrutinio de los votos que luego fueron descartados.
Estamos hablando de 2,700 millones de pesos que no hay forma de recuperarlo y que no se pueden aprovechar en nada más. Dinero que le cuesta tanto a nuestro país producir y que tiene un impacto en las finanzas públicas y más directo en los contribuyentes que son los que aportan con impuestos el financiamiento de la cosa pública.
Qué hubiera pasado si esos 2,700 millones se invirtieran en mejorar nuestro sistema de salud, en más acueductos, más carreteras y caminos vecinales, hidroeléctricas, la educación publica o el mismo transporte colectivo.
Uno puede aceptar y asimilar que el sistema electoral tiene un costo necesario para la democracia, pero caramba que costo puede tener para un país que se pierda una inversión como esta y en dos ocasiones consecutivas. Definitivamente el costo económico de esta inversión que no se podrá aprovechar es demasiado grande como para que no haya consecuencias para los responsables de provocar una falla tan peligrosa para la estabilidad política de nuestro país.