Un reconocido empresario me contó el drama de una señora que tenía un negocio para vender dulces en una provincia de la región del Cibao. Le iba bien y el negocio crecía de manera lenta, pero sostenida. Era una microempresa.
Sus dulces atrajeron tanta atención, que una cadena de supermercados se interesó en comercializarlos de forma masiva y le ofreció un contrato de un año para comprarle cantidades importantes de diversas variedades de dulces.
La señora se sintió feliz, pues vio en ese contrato el despegue de su empresa. Fue al banco, tomó un préstamo para ampliar la capacidad de producción de la fábrica, contrató algunos empleados y comenzó a producir en forma masiva.
En el primer mes, cumplió con el pedido, emitió la factura con Número de Comprobante Fiscal (NCF) y la tienda le comunicó que le pagaría en 45 días. Pasó el plazo y luego siguieron 45 días más cuando el supermercado le emitió el primer pago. Para ese momento ya la señora dueña de la fábrica de dulces llevaba tres meses pagando el 18% de Impuesto a la Transferencia de Bienes Industrializados y Servicios (ITBIS) a la Dirección General de Impuestos Internos (DGII).
También tenía tres meses pagándoles a los seis empleados que contrató, tanto sus salarios, como el 15% de sus ingresos para la seguridad social e Infotep.
A eso se suman los pagarés del préstamo, pago de local, mensajería, electricidad, teléfono y otros servicios. Los atrasos no se hicieron esperar, pues para cubrir todos esos gastos, mientras el supermercado se atrasaba para pagarle la primera factura, ella ya llevaba tres entregas de las dos facturas siguientes y terminó descapitalizada. El negocio no tardó más de seis meses para irse a la quiebra.
Lo que se veía como una promesa hacia el progreso, se convirtió en una condena hacia el fracaso. De haberlo sabido, la señora habría preferido quedarse vendiendo dulces en bajas cantidades, con un negocio informal, sin empleados y sin perspectivas de crecer.
¿Cómo se puede evitar eso? Recuerdo que cuando estaba en campaña electoral, el actual presidente Danilo Medina planteaba la creación del factoraje o factoring, mediante un fondo estatal que le garantizara el pago inmediato de la factura a los suplidores de supermercados, de hoteles y de otras empresas, para que una entidad estatal especializada luego se encargada de cobrar esas facturas.
De esa forma, los pequeños suplidores estarían siempre capitalizados, a la vez que el Estado tendría mayor control sobre los reportes de ventas de las grandes empresas, pues con las facturas en sus manos sabría qué compró cada quien y podría reducir la evasión de impuestos.
Bajo ese esquema, todos ganarían, pues el Estado vería aumentar sus ingresos por medio de los impuestos que pagarían los pequeños suplidores y los que pagarían las grandes empresas que se suplen de ellos. Asimismo, gana la economía, pues más pequeñas empresas sobrevivirían creando nuevos empleos y desarrollando sus procesos de producción.
El asunto es que cuando llegó al poder, el presidente Medina parece haber olvidado esa parte y el factoring nunca se hizo.
Aunque en su gestión de gobierno se ha dado prioridad a las micro, pequeñas y medianas empresas (Mipymes), la realidad es que la modalidad de factoring sería de gran soporte para la garantía de desarrollo de ese segmento empresarial que representa el 83% de las unidades productivas del país.
Pero es preciso que si el Gobierno se decidiera a cumplir esa promesa, debe tomar en cuenta que la entidad estatal a administrar el fondo que se usaría para pagar a tiempo a los suplidores y para gestionar los cobros a las grandes empresas, debe tener gran autonomía, fortaleza institucional y dirección de personas honradas, para evitar que la iniciativa termine en fracaso y en la desaparición de los recursos. En todo caso, la propuesta no era mala. Ojalá sea retomada.