Narra Borges, en uno de sus mejores cuentos, La Intrusa, de su obra El Aleph, la historia de dos entrañables hermanos que, enamorados de una misma mujer, la emprendieron uno contra el otro, profiriéndose insultos, desmanes, traiciones nocturnas para verse a escondidas, ambos a dos, con la que se estaba provocando la perdición de su hermandad.
Cansados de ese “monstruoso amor” que amenazaba con destruirlo todo, incluyendo los negocios, uno de los dos hermanos tuvo el sano juicio de decidir una salida honorable a esa terrible situación, la desaparición física de la beldad que los había vueltos distantes e iracundos.
Más cerca en el tiempo, y casi como un cuento de Borges, o quizás simulando la historia bíblica de Caín y Abel, dos hermanos políticos han iniciado una lucha intestina como si se pelearan por el amor de una mujer aunque, en este caso, esta se viste de poder y gobierno. Inmisericordemente, y sin que nadie se lo pidiera, han revelado traiciones y conjuras que solo ellos mismos pactaron y negociaron, al margen del bien común y de la sociedad; han puesto al desnudo sus mayores miserias humanas y ambiciones, algo inusual en la gestión política pública y en la administración de cualquier Gobierno del Estado. Ni Borges ni la Biblia lo hubieran escrito mejor.
El problema, sin embargo, es más complejo que los insultos sin nombre de dos líderes, y mucho más complicado que la división de un Partido o la renuncia masiva de parte de la membresía; se trata de una sociedad que se viene cayendo a pedazos desde hace un buen tiempo, de un pueblo que ha dejado de creer en todo, y de una economía que, cuando la miras por dentro y observas los muros que la sostienen, te percatas de su fragilidad en términos fiscales, del agotamiento de su política monetaria y de su inexistente política de oferta, a pesar de la cháchara.
Pero, bajo este escenario, los hermanos insisten en creerse predestinados, invencibles uno contra el otro, arrastrando a su paso a empresas y ciudadanos, mercados y ganancias, inversión y estabilidad, tranquilidad familiar e ingresos.
No es cierto que vamos bien, mírelo de donde se mire. Ningún imperio se ha construido nunca en esas condiciones, y las mejores fortunas construidas por décadas han desaparecido en cuestión de días por la ambición desmedida y la irracionalidad de unos pocos. Estamos frente a un escenario inusual, poco común para la grandeza que implica un Estado y para la solemnidad de una primera magistratura, sea usted un ex o un inquilino actual.
Alguien, con la cabeza fría y el corazón caliente, debería intervenir y llamar al diálogo, antes de que estos dos hermanos, borrachos de amor por el poder, y negados a deponer sus armas por el bien colectivo, den la última puñalada a una sociedad que está gravemente herida, y a una economía que, aunque se quiera negar, le está subiendo, peligrosamente, la fiebre.