Los debates en la contienda electoral de República Dominicana son tan fútiles y banales como el propio comportamiento del ciudadano. Se repiten las mismas promesas y la gente aplaude de la misma manera cuarenta años después. Es como una burla o una mentira colectiva que todos celebran, gobiernos y gobernados.
De hecho, la relación entre uno y otro llega a ser hasta surrealista, pues todo el mundo sabe lo que va a ocurrir aun en perjuicio del futuro de ellos mismos, pero aun así continúan aplaudiendo, a veces hasta con un entusiasmo que espanta.
Pero todo es parte de un ajedrez tropical, es decir, una forma de inducir la vida del resto para hacer la vida que, en un pequeño círculo, se ha trazado. De hecho, y según Etienne de la Boétie, citado por Benegas (2018), “Son pues, los propios pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir romperían las cadenas”.
Pero quizás el tema es mucho más complejo que eso. Se construye un sistema, un modus operandi, un régimen de consecuencias de una sola vía, un aparato estatal que opera al margen de las leyes, aun dentro de estas, pues se han creado los mecanismos de violarla y salir ilesos. Y solo los ciudadanos de a pie están condenados a cumplirlas; y todo parece funcionar, dentro de una lógica maldita que envuelve al menos iluso.
Y así seguimos, y nos creemos el cuento de un mejor país dentro de una mejor situación económica, aun sea solo para los que dirigen el Gobierno del Estado.
Las dádivas juegan el rol de la ideología, y se va generando una percepción de un Estado imprescindible, casi mesiánico, al igual que determinados políticos, y el pueblo se cree la historia del crecimiento y va en caravana a pagar sus impuestos, pues los instrumentos de coerción están al acecho.
Y la cosa se extrema en campañas políticas, pues pareciera que el Gobierno del Estado gasta mucho y gasta mal, sin ambages ni remordimientos, pues algo hay que dejar a las futuras generaciones, aunque sean solo las deudas.
Sin embargo, qué pasaría si los agentes económicos, empresarios y consumidores, decidieran un día no pagar impuestos y enviar una señal al Estado de que hay que cambiar el rumbo del país?
Si se perdiera el miedo al “orden institucional” establecido y se exigiera, en serio, que los gobiernos no gasten en lo que le parezca, sino en lo que se necesita, ¿qué ocurriría? Pensemos por un momento si los contribuyentes se unieran y decidieran exigir la devolución de todos los ahorros que están en manos de las AFPs, ¿qué sería del Estado?
Son preguntas que, en el escenario actual, es probable que no se encuentren las respuestas, pero, como dice la negra argentina, “todo cambia”, y un día, más temprano que tarde, tendremos que despertar de este letargo y decir lo que Herbert Marcuse (1969) ilustró en una conferencia en Canadá titulada “Exijamos lo imposible”.