El sector productivo dominicano, salvo raras y aleccionadoras excepciones, viene recorriendo el camino de la competitividad que combina la renta geográfica o de recursos naturales con remuneraciones laborales de sobrevivencia. Por tanto, la apuesta actual, que entendemos muy tardía, debería hacer sonar con renovada y creíble determinación los tambores de la competitividad auténtica, tal y como la definiera recientemente de manera brillante el doctor Antonio Isa Conde.
Los actores -el gobierno, la empresa, los centros de educación superior e investigación, la infraestructura de laboratorios de pruebas ensayos- deben tomar muy en serio el Sistema Nacional de Innovación y Desarrollo Tecnológico (SNIDT). Es precisamente con su ayuda que el conocimiento puede efectivamente convertirse en un potente factor motriz de la productividad laboral. En efecto, el conocimiento útil que sale de ese sistema define la fuerza intangible que sostiene cualquier estrategia exitosa de inserción en los mercados exigentes y competitivos. En ellos, el valor agregado local en un contexto de dotación tecnológica creciente, es fundamental para competir y permanecer.
Consecuentemente, al margen de toda retórica empresarial, la ruta correcta es alentar las inversiones que sean necesarias en investigación y desarrollo (I & D), siempre dentro del SNIDT funcional, haciendo énfasis en el logro de una efectiva vinculación de este sistema con los sectores productivos. Es la única manera de decir que el sector industrial está contribuyendo a transformar y complejizar la matriz productiva. Por lo demás, lo del SNIDT debe ser reclamado no solo por el Estado y empresarios visionarios aislados, sino por lo que llamaríamos la “clase empresarial dominicana”: una masa compacta y coherente que indica a la nación un punto de llegada sin mano de obra mal pagada, gestión autoritaria familiar de empresas y tecnologías obsoletas.
Los grandes expertos no discuten que la construcción de los pilares de la competitividad dinámica está atada indisolublemente al SNIDT. Pero no es el único elemento importante. Es crucial que identifiquemos las posibilidades reales del sistema económico, sin descuidar las dimensiones sociales y ambientales en el largo plazo. El criterio orientador en la determinación de ese potencial, es el desarrollo de capacidades locales en torno a los procesos de ciencia, tecnología e innovación, con la mira puesta en trayectorias posibles de desarrollo sostenible.
Ahora bien, ¿quién ignora que el sistema de comercio internacional establece hoy normas, reglamentos, exigencias en cuanto a las mediciones y al reconocimiento de la conformidad, además de prácticas comunes sobre diversos aspectos de la producción, el desarrollo y la calidad? ¿Y todos estos aspectos no están asociados claramente a la infraestructura de la calidad y a los servicios que ofrece?
Todavía seguimos sin identificar las normas y los requerimientos de calidad, mediciones confiables, ensayos acreditados, inocuidad, gestión ambiental, salud ocupacional y seguridad industrial como factores decisivos del incremento de la cantidad, valor y aceptación de las exportaciones. Siendo así, vale la pena que nuestros empresarios profundicen en la comprensión del impacto económico y social de lo que hemos estado llamando desde 2005 “infraestructura de calidad” (Indocal).
Los servicios de normas, mediciones, pruebas y ensayos, certificaciones y acreditaciones si bien pueden considerarse funciones accesorias de la competitividad, devienen un soporte fundamental para la implementación exitosa de políticas tecnológicas e industriales. Nadie se imagina la existencia de agentes empresariales que aplican conocimientos y tecnologías sin normalizar, medir, ensayar y certificar confiablemente la conformidad. Estas funciones eminentemente técnicas, deben provenir de un sistema nacional para la calidad reconocido en la dimensión multilateral.
Ese reconocimiento se logra, primero, con la comprensión de su importancia, y segundo, contando con el apoyo permanente del gobierno y la empresa. Además, el orden económico debe fomentar la calidad, que es un mandato constitucional. El orden jurídico debe ser capaz de sancionar las infracciones de los reglamentos técnicos, que es una premisa de sobrevivencia del sistema democrático. Al final, todo ello exige formación y elevada especialización técnica. Quienes participan en la producción y prestación de servicios, y quienes fungen de autoridad vigilante, deben ser profesionales altamente calificados y mejor pagados.