La sociedad dominicana se debate permanentemente entre la percepción casi colectiva de que el Estado dominicano es demasiado caro, la necesidad de conservar la democracia y el costo económico que implica mantener un sistema de poder. En efecto, cuando se suma lo que cuesta el Poder Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial, los gobiernos locales, y otros poderes aledaños ocultos, se puede derivar la razón de porqué no es posible bajar el gasto público. Más aun, el sostenimiento financiero de los partidos políticos, de los movimientos y agrupaciones políticas, así como de la Junta Central Electoral, constituyen un fardo económico de pesada carga para los contribuyentes.
A todo lo anterior se le agrega un mundo mediático que ha descubierto que el Estado es un botín, un barril sin fondo para apetencias personales, un financiador por excelencia de travesuras e imaginarios, y una fuente inagotable de prebendas partidarias. Así, vemos comunicadores que pasan de ser simples transeúntes de la vida, a coquetear con las grandes fortunas nacionales, construidas sobre la base del trabajo y el sacrificio. De hecho, el Estado dominicano se ha convertido en un trampolín, pero tipo “tren bala”, para permitir el alcance de la riqueza a la velocidad del rayo, sin que herencias, capacidades o el azar hayan intervenido.
En ese mismo sentido, las campañas electorales son cada vez más caras y la mayor parte de este costo recae sobre el Estado y sus instituciones. En particular, en campaña electoral el Congreso de la República se convierte en un mercado de compra y venta de votos, a costa del erario, al igual que los gobiernos locales. Pero todo eso sucede en nombre de la democracia, y del mantenimiento de un orden constitucional que solo beneficia a las élites políticas y sus adláteres.
A esto súmele, a decir de Bezares Arango (2016) otros costos ocultos de la política: compra de votos, desvío de recursos públicos por falta de rendición de cuentas –y ausencia de sistema de consecuencias–, manutención de programas sociales para la campaña, manutención de estructuras ciudadanas de promoción –bocinas mediáticas–, y toda la serie de “encantadores” artilugios de la mafia política dominicana.
El problema, al final de cuentas, es que los políticos han dado a entender, o quieren que la gente entienda, que la democracia se mide por su costo; que es mejor pagar –y mucho–, que estar a expensas de una poblada o de la aparición de un outsider con posibilidades. También, los partidos han logrado establecer un sistema de alianza que permite el mantenimiento de un sistema de poder que los blinda, los financia y los hace rico, sin que medie la palabra trabajo.