Siempre he sido un promotor de la generación de empleos formales como la más efectiva manera de enfrentar la pobreza y contribuir con la mejoría en la calidad de vida de la gente. Eso es, incluso, hasta con los deprimidos salarios que se pagan en el país.
Lo digo así, porque el empleo formal, especialmente cuando se obtiene en las zonas urbanas más avanzadas en términos residenciales, comerciales y empresariales en sentido general, hace que el empleado, casi siempre proveniente de un barrio carenciado, se roce con otros niveles sociales distintos al que está acostumbrado a ver.
No es un secreto que los barrios marginados ofrecen situaciones difíciles para la vida cotidiana, especialmente de las personas con deseos de superarse. Eso afecta los niveles de educación, pero también las buenas costumbres, la valoración del buen comportamiento, el trato hacia los demás, la forma de vestirse, el tipo de productos que consumimos, entre otros aspectos.
Puede que algunos de los que lean este artículo crean que discrimino la forma en que se vive en algunos barrios marginados, pero no es así. Con esto solo trato de ser realista ante algo que muchos ven y no reconocen.
Por ejemplo, en cualquier barrio marginado usted se puede encontrar con un personaje que posiblemente es el dueño de cinco o seis colmados de altas ventas; pero también el que se dedica a prestar a rédito o aquellos que poseen un par de compraventas o dos o tres locales de ferretería.
Son empresarios, emprendedores, que posiblemente se han hecho de fortunas, de decenas de millones de pesos, que han comprado casas y levantan edificios improvisados para alquilarlos y también se vuelven más millonarios, pero con la diferencia de que se quedan en el barrio.
Esos millonarios de barrio generalmente no se inclinan a tomar vacaciones en Europa u otros países con atractivos turísticos como Estados Unidos, algunas naciones de América del Sur o cualquiera de los atractivos centros de ocio en el exterior.
En el ámbito local, tal vez tampoco se interese en ir a un buen concierto en el Teatro Nacional, a conocer los atractivos históricos y culturales de su país, a visitar las tiendas exclusivas para variar su forma de vestir. Es muy posible que tampoco se motive a inscribir a sus hijos en buenos centros educativos o a pagarles una carrera universitaria o especialidad de postgrado aquí o en el exterior.
Todo lo anterior es algo que esos empresarios de los barrios pueden hacer, porque tienen dinero suficiente para eso, pero no lo hacen porque provienen de una cultura de pensamiento inferior y no tienen interés de salir de su “zona de confort” barrial para ir a una zona de nivel medio o alto.
Puede que a los empresarios que se han desarrollado de esa forma se les haga difícil entrar a otro nivel social, aun contando con dinero de más para hacerlo. La educación y diferencia de clases, más sociales que económicas, se lo impiden.
Pero en el caso de los trabajadores es distinto. Si el joven del barrio, nacido y criado en la margen del río Ozama, con 19 ó 20 años, consigue un empleo en un centro comercial, banco, empresa multinacional o algo así, en pleno centro de la ciudad, en la zona de Piantini, Serrallés, Bella Vista, entre otros sectores de buen nivel social, comenzará a ver formas de comportamiento diferentes a las que ve cada día en su barrio.
Verá que la diversión va más allá del colmado con una estridente bocina, que puede vestir de forma decente y verse a la moda, que mantener un entorno limpio y cuidado es beneficioso y de bajo costo, que hay gente con otras formas de dirigirse a los demás.
Todo lo anterior se enriquece con el hecho de que las empresas grandes, aunque paguen poco, ofrecen entrenamientos, cursos, capacitaciones, donde el empleado (obrero, pobre, de bajos ingresos) tiene la oportunidad de conocer algo más.
Esos elementos contribuyen a mejorar la calidad de vida de los trabajadores formales, aunque sus salarios sean deprimidos. Así también los empleos formales ayudan a reducir la pobreza, a ver una forma más digna de ser pobres.