Todo aquel que ha emprendido alguna vez –incluso aquel que aún no lo ha hecho– suele preguntarse a sí mismo: ¿Cuál es la clave, la fórmula para alcanzar el éxito para aquellos que emprenden? ¿Por qué algunos lo logran y otros simplemente no?
Muchos libros se han escrito describiendo fórmulas para alcanzar el éxito: en los negocios, en la vida, en los emprendimientos. No obstante, un emprendedor (principiante o no) lo que en realidad quiere es encontrar su propia fórmula personal para emprender, para materializar sus ideas y transformar así sus sueños en realidades. La búsqueda de una fórmula personal para emprender nos puede llevar a cuestionamientos que van de lo existencial a lo cotidiano y a reflexionar sobre nuestras características, talentos y pasiones; muchas veces en nuestras habilidades, recursos, circunstancias y aptitudes, raras veces en nuestra actitud.
La respuesta para un emprendimiento exitoso está en nuestra actitud. Emprender no se trata solamente de crear empresas: es una forma de ver la vida, una serie de comportamientos que impulsan nuestras capacidades y que nos convierten en agentes de cambio.
Esta declaración de que emprender es una serie de comportamientos que impulsan nuestras capacidades y nos convierten en agentes de cambio ha quedado evidenciada en trabajos de varios autores a lo largo de la historia: en 1973 Kirzner describió a los emprendedores como personas siempre atentas, que todo el tiempo están buscando oportunidades; varios siglos antes Richard Cantillon, economista, en su célebre Essai sur la nature du commerce había definido a los emprendedores como empleadores o propietarios de una empresa con alto nivel de incertidumbre (Cantillon, 1755); años más tarde Schumpeter había indicado lo importante de la figura del emprendedor en el sistema capitalista (Schumpeter, 1934), idea que fue luego reivindicada por Kirzner cuando establece que el emprendedor guía y fomenta el equilibrio por medio de los procesos de emprendimiento en contextos económicos fluctuantes, resaltando la forma en la enfrentan los retos y sortean los errores. (Kirzner, 1973).
Ciertamente el concepto emprendimiento ha sufrido una transformación a lo largo del tiempo: desde una perspectiva simple ha sido ilustrado como hacer o no hacer algo de manera deliberada; desde una perspectiva empresarial ha sido concebido como poner en marcha alguna idea que solucione problemáticas a través de productos o servicios de manera sostenible. En mi criterio personal, es más apropiado definir la acción emprendedora como una serie de comportamientos que tienden a la solución de problemáticas utilizando los recursos, herramientas y oportunidades que nos ofrece el entorno.
Pero, ¿y qué hay de las grandes ideas? Aunque imaginemos lo opuesto, una buena idea (original e innovadora), no asegura nuestro éxito como emprendedores. Eric Ries, en su libro El Método Lean Startup, dice que una empresa en etapa temprana lo que hacer es gestionar incertidumbre. Por un estudio de Entrialgo, Fernández y Vázquez (2001) sabemos que cuanto mayor es la incertidumbre percibida, mejores son los resultados de las empresas que adoptan un comportamiento emprendedor. En conclusión: la experiencia trabajando con emprendedores y los estudios de estos diferentes autores indican que no basta con tener una “buena idea”: nuestro comportamiento será tan determinante como lo será nuestro modelo de negocio.
¿Si mi comportamiento es igual o tan importante como mi idea y mi modelo de negocio, entonces cuál es el comportamiento idóneo para alcanzar el éxito? ¿Qué diferencia a los emprendedores estrella, de aquellos cuyos negocios se estrellan?
Nos leemos en la segunda parte.