La lógica del desempeño económico de una nación debería empezar por la articulación efectiva entre los intereses privados, fundamentalmente los del sector empresarial, y el interés público, este último representado por un Estado, convenientemente democrático, institucional y de derecho. Los resultados de esta vinculación, sin embargo, deberían estar dirigidos a propiciar el bienestar social colectivo que, de ser también efectivo, redunde en una actividad económica sostenible y sustentable. En resumen, beneficios para todos.
La esencia de la anterior afirmación radica en el rol que se les asigna a ambos agentes, es decir, a empresarios y a los actores políticos-institucionales. En efecto, cuando se habla del empresariado se pueden enumerar cinco palabras clave: inversión, empleo, producción, ganancia e impuestos. Si todo va bien, estas palabras se traducen en riqueza y, si la articulación funciona, esta riqueza debe conducir a la aspiración fundamental: mayor crecimiento económico.
Del otro lado, y cuando se menciona el concepto de Estado, las frases que surgen parecen desembocar en: cobro de impuestos, bienes y servicios públicos, seguridad nacional y ciudadana y estabilidad macroeconómica. Puestas una al lado de la otra, estas frases deberían servir para pensar en redistribución del ingreso y desarrollo social. Sin embargo, se sabe que en el contexto de la actuación estatal surgen vicios que son transmitidos al sector privado y, al mismo tiempo, ambiciones desmedidas de este último, que también son copiadas por el ámbito gubernamental. Cuando esto ocurre, los roles pasan a ser difusos e ininteligibles, con consecuencias funestas para la sociedad.
Por eso, para que una economía tienda a una situación de eficiencia paretiana, al Estado le compete fijar las reglas y establecer los marcos institucionales necesarios, tal que los agentes económicos, principalmente los empresariales, asignen eficientemente los recursos mediante el respeto total al Estado de derecho (León Mendoza, s/f). Lo anterior, aplicado al tema de la competitividad, implica que tanto el conjunto de instituciones públicas como la comunidad empresarial, deben hacer conciencia de que un país competitivo no se logra con declaraciones de intención ni discursos a puertas cerradas, sino con inversión y acciones concretas que incidan en el fortalecimiento de la cadena de valor de la producción nacional.
Y es que, como señala Pérez López (2013), de la universidad de Navarra, “Ser empresario es una cosa muy seria…” y hay que tener agallas para serlo, así como también lo es la gestión del Estado, suma de intereses que, bien llevados y organizados, deben posibilitar que la sociedad funcione, que el mercado se organice adecuadamente, las leyes se cumplan y los ciudadanos se sientan satisfechos de vivir en su propio país.