República Dominicana tiene uno de los sistemas tributarios más incómodos de administrar. Hay casi un consenso de que resulta complicado de gestionar y deja muchas brechas para facilitar la evasión y la elusión. La presión fiscal, la relación que existe entre los ingresos tributarios y el producto interno bruto (PIB), finalizó en 15.1% en 2017, según el Ministerio de Hacienda, es una de las más bajas de América Latina. Este año, sin embargo, no será igual, pues apenas llegaría al 14.7%.
Habría que preguntarse si con una presión fiscal por debajo del promedio de la región, y sin perspectivas reales de mejorar las recaudaciones hasta que no se haga una reforma real del sistema tributario, República Dominicana podrá salir del pantanal. Hay muchas interrogantes que responder al tema.
No hace tanto tiempo, el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo planteó algo que tiene sentido, aunque depende desde qué punto de vista. La cuestión es que los dominicanos quieren vivir en el primer mundo, pero pagando impuestos del tercer mundo, esto a propósito de quererse comparar con naciones desarrolladas como Estados Unidos, Canadá o con cualquier país europeo.
Y podría ser cierto: los dominicanos, sin excepción, se quejan del mal estado de las calles y carreteras, de la falta de alumbrado público, del mal servicio de salud, de la calidad del sistema educativo a todos los niveles; de los bajos salarios y, muy importante, de la mala distribución de las riquezas. Todo esto es cierto.
Sin embargo, quizá hay tres aspectos para analizar detenidamente. El primero tiene que ver con la calidad del gasto, es decir, qué hace el Estado con los recursos que le ingresan sin importar si son pocos o suficientes. Otro aspecto, por supuesto, está relacionado con la vinculación que existe entre los ingresos y el PIB, pues es justo reconocer que si un país no recauda lo suficiente, tampoco tendrá recursos para mejorar (y ofrecer) los servicios públicos a los que está obligado.
El tercero, y el tema se ha puesto muy de moda, está relacionado con la transparencia. Los ciudadanos dominicanos, pero muy especialmente los empresarios, han sido reiterativos en la necesidad de atacar de raíz el mal de la corrupción. Y no se trata, según ellos, de buscar culpables o señalar responsables de uno u otro acto; su propuesta de actuar con transparencia va acorde con una máxima: una sociedad que convive con transparencia, destacando algunos ejemplos en países del primer mundo, será más equitativa.
El deseo de vivir en una sociedad del primer mundo, por más vueltas que se le quiera dar, habrá de nacer de un mea culpa generalizado, en el que todos acepten una cuota de responsabilidad. La falta de transparencia (o la corrupción) no sólo se expresa en el funcionario que acepta soborno y en el empresario que paga para lograr un contrato. El hecho está latente y sólo basta con mirar al espejo. Pensemos en este escenario: cuando un ciudadano común cruza la calle con la luz roja, estaciona su vehículo donde claramente se prohíbe o le pide un “chance” al agente de tránsito porque dobló en U o hizo un giro donde no se podía, ¿qué es? Una sociedad del primer mundo, por ende, se expresa de lo particular a la general.
En definitiva, no importa cuánto dinero recaude el Estado si en definitiva no hay una conciencia clara respecto al rumbo que debe llevar el país. En 2019 el Gobierno espera aumentar sus recaudaciones para alcanzar ingresos por el orden de los RD$689,930 millones. ¿Cuánto es con relación al PIB estimado de 2019? Si hay transparencia es lo que menos importa.