Parecería una necesidad insistir sobre el problema de la deuda pública de República Dominicana, sino fuera porque ya este tema se ha vuelto global en América Latina y el Caribe, y está concentrando la atención de la mayoría de los organismos internacionales que apoyan el desarrollo de los países. En efecto, en un documento que lleva el mismo nombre de este artículo, se plantea que “la deuda pública ha superado el 60% del producto interno bruto de la región en su conjunto, y seis países tienen tasas de endeudamiento superiores al 80%”, con lo cual se han venido debilitando las calificaciones de riesgo, han aumentado las primas pagadas y dejando poco espacio fiscal para las inversiones públicas.
Sin dudas, estamos escribiendo una crónica de una muerte anunciada con relación de la deuda. Si no lo creen, lean estos datos. En el 2000, el país tenía una deuda del sector público no financiero de un poco más de 3,200 millones dólares, y la mayoría de los préstamos eran con organismos multilaterales, a bajas tasas de interés y períodos largos de plazo para pagar. Dieciocho años después la deuda se coloca, sin querer alarmar, en alrededor de 31,800 millones de dólares, incluyendo los US$300 millones que aprobó el Congreso de la República la semana pasada para fines de complementar el Presupuesto del 2018.
La tasa de crecimiento promedio anual de la deuda dominicana es de un 14.0%, expandiéndose la externa a un rimo de un 12.3%, también como promedio por año, y la interna en un elevado 30.7%. Para el período 2000-2018, esta deuda ha crecido un 882%, con el agravante de que ha cambiado su composición, pues ahora los préstamos son de más corto plazo, con acreedores privados y a tasas más elevadas. La cosa empeora si le sumamos a esto una deuda del Banco Central que tiene su origen en el déficit cuasi fiscal.
Y esto no es un ejercicio de prestidigitación ni nada parecido. Tampoco es una adivinanza porque estos datos son oficiales. La advertencia es válida y también va para todos los ciudadanos. Más deuda implicará, en el corto o mediano plazos, un ajuste fiscal de dimensiones impredecibles, pues no es posible que de los ingresos ordinarios continuemos pagando más de un 40% anual por el servicio de la deuda.
En poco tiempo empezará a ser cada vez menos lo que se dedique del presupuesto a inversión en infraestructura, y luego tocará al gasto corriente, y así seguiremos hasta llegar el fondo. Todo esto si no se abren los ojos y empiezan a aplicarse las medidas necesarias de recorte de gastos, en todos los niveles de la estructura estatal, aunque les duela a los insensatos. Hoy podemos administrar la incertidumbre y evitar los cisnes negros; mañana, no sabremos.