A raíz de todo lo ocurrido en América Latina con el escándalo de Odebrecht, y la incidencia malsana de esta compañía en estamentos públicos y privados con propósitos ahora inocultables, se ha generado un interesante debate sobre el papel de los lobistas en la sociedad moderna, el rol que juegan en las democracias avanzadas y el papel del lobismo como expresión genuina de las negociaciones que involucran a los grupos de interés.
A modo de inducción, se debe empezar aclarando que el lobby, conceptualmente, se representa como el vestíbulo en donde se reunían los parlamentarios para negociar –hacer lobbyng– las normas legales e intervenciones del Estado (Lachmann, 2012).
La idea del lobismo es que existen grupos de individuos, con fines o sin fines de lucro, que tienen el interés marcado de incidir en las decisiones de los representantes políticos legítimos de la política, es decir, el Ejecutivo y el Congreso, buscando determinados objetivos. Hasta ahí todo bien, pues se reconoce el valor real de la intermediación de un representante de los grupos empresariales y organizaciones no gubernamentales, pero bajo determinadas normas y especificaciones. De hecho, se estima que el mercado del lobismo está cada vez más profesionalizado, siendo uno de los trabajos mejor pagados.
La cuestión es, sin embargo, cuando el esquema que se desarrolla en el lobismo implica un interés individual más allá de los intereses del grupo de presión, y el político que antes era el objetivo se convierte ahora en un ente activo del proceso, definiendo esquemas, métodos y formas de operar en su propio beneficio. La cosa se complejiza mucho más cuando el político, en nombre del Estado, toma decisiones en apoyo a un grupo de interés pero esperando un retorno individual, por encima de lo que quiere y espera la colectividad.
Por lo anterior, existe una línea delgada entre lobismo y corrupción, pues el primero puede constituirse en una excusa perfecta para delinquir desde la administración gubernamental, sobre todo si éste es institucionalmente débil, así como en un mecanismo de sobrevaluación de costos, tráfico de influencias para asignación de obras, y un instrumento para generar pagos con derecho a coimas.
En resumen, el lobismo per se no es malo ni tampoco los resultados que se logran con acciones lobistas. De hecho, las empresas, gobiernos, asociaciones empresariales y hasta sindicatos, realizan comúnmente tareas de lobby buscando sus propios beneficios. Para ello contratan lobistas que todo el mundo conoce. El problema está cuando todos los sujetos envueltos en el lobismo quedan ricos, y los ciudadanos, como telespectadores, solo ven su féretro impositivo por el frente pasar.