Quizás sea tarde para analizar una crisis bancaria que ya fue y por la que estamos pagando y continuaremos pagando, por mucho tiempo, unos elevados costos. Pero, como siempre se ha dicho, los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla, por lo que conviene revisitar los posibles entuertos, triquiñuelas, bellaquerías, incapacidades, omisiones, corruptela y demás yerbas aromáticas que pudieron rodear la crisis del sistema financiero dominicano a partir del año 2003.
Nuestro enfoque, en esencia, se nutre de las verdades amargas que el exvicegobernador del Banco Central, el economista Félix Calvo, revela brillantemente en su último libro “El triple colapso, La crisis de la banca, de la moneda y el Estado, 1998-2004”. Que la crisis era evitable es una hipótesis válida, sobre todo si se comprueba que hubo ocultamiento, con alevosía, de los informes previos elaborados por el experto Aristóbulo de Juan, en donde se establecía cómo, cuándo y con cuánto se debía intervenir a las entidades de intermediación financiera con problemas de solvencia y liquidez.
Este ocultamiento de la crisis que se estaba incubando, a decir de Calvo, se envolvió en una trampa de silencios y complicidades, aunque también sobran evidencias de incapacidades de los organismos reguladores y, obviamente, era notoria la falta de instrumentos de supervisión bancaria que permitieran identificar a tiempo la quiebra de un banco que se decía sólido.
Otra hipótesis que también puede ser válida, es que los banqueros dominicanos, en ese momento, eran intocables, y hacían y deshacían en el sistema financiero, sin que ninguna autoridad pudiera frenarlos. Así, decorar un banco quebrado con la publicidad de la solidez pudo haber sido ingenioso y creativo en aquel momento, pero la falta de cuartos pone en evidencia a cualquiera.
Es obvio que la crisis bancaria del 2003, la cual tenía como principal protagonista al Banco Intercontinental (Baninter), fue el resultado de un conjunto de elementos que incluían una falta de voluntad política, incapacidad técnica y la fuerza de un capital financiero que no había tenido experiencias de quiebra bancaria, y que entendía que el Estado, como casi siempre había hecho, debía resolverle los problemas que éste mismo causó. El único problema es que desde que se destapó la crisis bancaria, los dominicanos hemos estado pagando los platos rotos de una fiesta a la que no fuimos invitados. Y, peor aún, heredamos una deuda cuasi fiscal que difícilmente podamos pagar en el corto plazo. La buena noticia sería, sin embargo, que hoy no estemos incubando la crisis –de deuda– del futuro inmediato.