Se le atribuye a Winston Churchill haber dicho que “El vicio inherente al capitalismo es el desigual reparto de bienes. La virtud inherente al socialismo es el equitativo reparto de miseria”, frase con la cual parecía ironizar sobre los resultados de un modo de producción que, según sus defensores, vendría a resolver los grandes sufrimientos del hombre, cansado de aportar plusvalía al capital. Venido a menos, el socialismo ha sido transformado en populismo, logrando avances significativos en América Latina en términos de dominación y ascenso al poder. Ejemplos sobran y van desde la radical Cuba de Fidel y Raúl, hasta la revolución bolivariana de Chávez y Maduro, la Bolivia de Evo, la Nicaragua de Ortega, el Ecuador de Correa, entre otros casos.
Según Peralta (s/f), el populismo latinoamericano tiene características similares: “Enorme acumulación de poder, individualismo, falta de institucionalidad, ausencia de división de poderes, sodomización de la prensa, autoritarismo, personalismo y una manifiesta tendencia totalitaria”. Sin embargo, lo que más ha venido caracterizando a la mayoría de los gobiernos populistas en la región, es su profunda vocación por la destrucción de las economías, culpando casi siempre a un enemigo imaginario –siempre del Norte-, y no a las erradas decisiones a lo interno de sus países.
Pero el populismo, casi siempre hijo legítimo de la democracia, también tiene otros pecados originales que, al tiempo que le dan vigencia, constituyen los elementos de su autodestrucción. Uno es la venta a los votantes de la distribución igualitaria de un progreso y riqueza que solo está en la mente del Mesías populista; el segundo pecado original es entender que la imagen y la propaganda garantizan la estabilidad política y social de un pueblo, aun cuando no haya nada que comer en la mesa de los ciudadanos.
Pero en donde los populistas se llevan el trono es en la negación del mercado como vehículo de intercambio, y en plantear que este es el culpable de los precios altos y de los bajos ingresos. Por eso, a decir de Kaiser y Álvarez (2016), los populistas tratan de destruir el mercado, al tiempo que transforman, en teoría, a las empresas estatales o públicas, en “empresas de producción social”, y hacen pensar que estas garantizarán, en el futuro, el abastecimiento de todos los alimentos que demandará la población.
Por suerte, parecería que el modelo populista latinoamericano está muriendo lentamente, al igual que sus más genuinos representantes. Con lo anterior no estamos diciendo que el capitalismo sea la panacea de la sociedad, pero sí que el populismo ha devenido en un gran engaño.