Cuando usted se detiene en un semáforo, ya sea en horas diurnas o nocturnas, y se le acerca un niño de no más de diez años y le extiende la mano para que le dé dinero, ¿qué piensa usted en ese momento? ¿Darle o no dinero? ¿Qué siente al ver a ese ser humano arriesgándose a todo, mientras usted lo contempla desde adentro, en un vehículo seguro y con aire acondicionado? ¿Qué le dice su corazón y qué le aconseja su conciencia?
Pueden surgir dos cuestiones de orden ético y moral. Sería algo así como dos voces. Una le dice que sí, que le dé dinero porque él lo hace por necesidad y posiblemente es la única alternativa que tiene para conseguir comida y algo de vestir.
Pero hay otra voz, quizá más realista (sin dejar de lado lo humano) que le dice: No, no le des dinero, pues posiblemente es un niño explotado por unos verdugos que decidieron vivir de la caridad de la gente y la inocencia de este infante. En todo caso, darle dinero, véase como se vea, implica un incentivo (explícito o implícito) a que este niño siga en las calles.
Ahora bien, un enfoque más holístico establece que ese niño en las calles, pidiendo, dejándose explotar, no es más que el resultado de una sociedad irresponsable. ¿Y dónde comienza la sociedad? En la familia. Un Estado responsable, sin embargo, sabría qué hacer en este caso. Las autoridades, que a veces parecen no entender cuál es su rol, pasan y ven estos episodios grises de nuestra realidad y no hacen más que voltear la mirada. ¡Qué pena! Cuando hay voluntad la imposible no existe.
La Real Academia de la Lengua Española define la palabra pedigüeño como alguien que “pide con frecuencia e importunidad”. Y así es: el que se dedica a pedir en las calles lo hace en detrimento de su seguridad y la de los demás. Además, es una muestra de la incapacidad del Estado de suplir las demandas básicas de la población, pero al mismo tiempo una prueba de irresponsabilidad paternal ante los hijos. Una sociedad que se respete no permite que esto suceda como si nada pasara.