El año 2017 nos dice adiós y nos recibe el 2018 con los brazos abiertos, bien abiertos. Es más, yo diría que los abrió más de la cuenta. Ser realista no siempre es positivo (para algunos), pero sí será una actitud responsable. Pasar balance a un período, en este caso de 365 días, resulta una tarea difícil. Primero hay que saber discriminar qué y cómo analizar y desde cuáles puntos de vista.
En primer lugar sería factible (realista) preguntarse lo siguiente: ¿Qué problema básico resolvimos los dominicanos durante 2017? ¿Se redujo la pobreza? ¿Bajaron los índices de inseguridad ciudadana? ¿Hubo una mejor distribución de las riquezas que genera el país? ¿Mejoró la calidad de la educación? ¿Hay mejores servicios de salud pública? ¿Bajó la corrupción (y su percepción) desde el Estado? ¿Confía la gente en el sistema de justicia? ¿Son creíbles los partidos políticos? ¿Bajó la evasión y elusión fiscal? ¿Hay apagones? ¿Redujo el Gobierno el financiamiento del Presupuesto con préstamos? ¿Hay disciplina fiscal en la administración pública? ¿Confía la gente en la policía? Seguro estoy que estas preguntas se responden con un monosílabo.
Lo único positivo que podemos decir del 2017, aunque supongo que no deberá ser lo único, es la estabilidad macroeconómica. Sin lugar a duda fue un año en que la inflación estuvo controlada, las tasas de interés fueron atractivas para invertir, la devaluación del peso fue mínima y el crecimiento, aunque no como años anteriores, se mantuvo.
Y qué bueno que fue así, que la economía se mantuvo tranquila y en crecimiento. Como un simple mortal de esta tierra quisqueyana, en la que tengo el privilegio de ejercer libremente el poder que tiene la palabra, no podríamos establecer las consecuencias sociales si los números macroeconómicos fueran otros.
Mi esperanza no es que resolvamos todos estos problemas planteados a manera de interrogantes. Mi aspiración es a que al menos uno sea resuelto: educación.