La discusión sobre el tamaño del Estado dominicano parece volver al debate, ahora impulsado por una lucha sin cuartel en contra de la corrupción y la impunidad. Pero más que todo, el objetivo parece ser el Gobierno y no el Estado, pues existe la tendencia a pensar, y a hacer pensar, que todo lo que huele a cosa pública está dañado o en proceso de estarlo.
Obviamente, los casos de corrupción que con frecuencia se destapan ayudan a fortalecer esa línea de pensamiento. Pero muchos de los que abogan por que se achique el tamaño del Estado, en un alto porcentaje también se benefician de esa situación, pues algunos son legisladores, pensionados, y otros tantos cobran en ayuntamientos que son controlados por la oposición; alcaldías que, por demás, forman parte de ese mismo Estado.
En correspondencia con lo anterior, la ferviente diputada por el PRM, Faride Raful, ha presentado una propuesta para reducir la cantidad de instituciones públicas, las cuales, según sus argumentos, carecen de funciones o tienen duplicidad con otras entidades, lo que hace que el gasto corriente aumente, sin que se observen los beneficios de su permanencia. La propuesta de Faride va en el sentido de eliminar y/o fusionar unas 57 instituciones de más de 100 que fueron analizadas y estudiadas conforme una revisión de la nómina pública.
Pero esta discusión no es nueva, se remonta a los días posteriores a la caída del régimen de Trujillo, cuando se entendía que las entidades públicas creadas por el dictador para su propio provecho y el de su familia debían desaparecer y, muy por el contrario, se convirtieron en el instrumento idóneo para acoger a los acólitos de los gobiernos de turno, principalmente los de Balaguer. Así también, con la reforma del Estado impulsada por el presidente Leonel Fernandez, a partir de 1996, se pensó que las empresas reformadas traerían nuevos aires a la administración pública y, aunque en muchos casos resultó, es evidente que nacieron otras entidades sin sentido alguno.
Hoy tenemos un Estado tipo GMC: grande, malo y caro, que no le alcanzan los ingresos para pagar una nómina en donde parece que cobra el país entero, y del que viven los políticos de acá, allá y acullá.
Es obvio que esta situación es insostenible en el mediano plazo, sobre todo porque el Estado ha engordado sin control y sin nadie que le ponga freno a su desbocado apetito por el gasto. Y en algo entiendo que estamos medianamente de acuerdo, y es que llegó la hora de poner al Estado a dieta, quiéralo este o no lo quiera, es un tema de la salud de todo un pueblo.