La función pública se diferencia de la función privada por su carácter social, es decir, por el interés público como esencia y naturaleza de lo que se hace y para lo que se hace.
Así, se es un servidor del Estado cuando se ha decidido desprenderse de la racionalidad económica que implican los negocios empresariales, y obviar la ganancia como incentivo fundamental del quehacer económico privado. De esa manera, los valores que se asumen conducen a la creación de una ética en la gestión, que va construyendo una cultura del servicio público que, cuando se practica de manera generalizada, los ciudadanos lo valoran su Estado y, por ende, a la administración del gobierno.
De su lado, el interés privado es la negación de la función pública, pues todo lo que ocurre a su alrededor tiene a la inversión como pecado original, y a las utilidades como fin último y definitivo. De ahí que siempre se alega que “el interés mueve montañas” y que los incentivos son el real motor de una economía.
Levitt (2011) dice que la economía es la ciencia de los incentivos y que los individuos responden exactamente a las expectativas de obtener algo a cambio de lo que hacen, ya sea como trabajador o como empresario. Obviamente, los incentivos son propios de los mercados, y allí nacen y mueren.
Pero en el caso de la función pública la visión debe ser diferente; allí los incentivos están vinculados al bien social, y a la posibilidad de que los ciudadanos reciban los beneficios relacionados al pago de impuestos. Así, el concepto de redistribución de la renta es el que mueve la acción pública en sus diferentes manifestaciones. Pero los lectores dirán que eso es en teoría, que el Estado ya no es garante de casi nada y tienen razón.
El problema es que a los servidores públicos se les ve más un interés privado, y su ejercicio no se observa realmente motivado por impactar positivamente en el bien de la colectividad, salvo ligeras excepciones. Además, a la inversión pública se le ve últimamente como la oportunidad del buen negocio, y los agentes económicos se mueven alrededor de ella buscando una ganancia como si fuera inversión privada. Y ya todo está mezclado: interés privado en la inversión pública, y racionalidad económica en los productos y servicios públicos. Esto es, el Estado como el gran inversionista que mueve los mercados, activa los incentivos y produce riqueza, independientemente de que el servicio público sea bueno o no. La gran pregunta es ¿hasta cuándo se puede gestionar un Estado con esas características?