[dropcap]E[/dropcap]l solo hecho de que Odebrecht haya admitido que pagó sobornos para lograr la adjudicación de obras es razón suficiente para sacarla del país. No hace falta siquiera un juicio sumario; debería salir en el acto. Es más, el mismo contrato advierte sobre las consecuencias de incurrir en actos de corrupción.
Pero ahora ubiquémonos en la realidad. ¿Qué sucede si sacamos a Odebrecht del consorcio que lidera junto a Acero Estrella y la italiana Tecnimont? Las plantas de Punta Catalina, que aportarán 720 megavatios al sistema, están avanzadas en un 80%. La obra, de por sí, ya tiene un año de retraso que, indefectiblemente, implicará mayores costos, a menos que los consorciados decidan asumir los gastos extras. Y no creo que lo harán.
A estas alturas saldría más cara la sal que el chivo si nos ponemos a buscar a otra empresa que se haga cargo de lo que hace Odebrecht. Iniciar un proceso de licitación y conciliación con los otros socios, repasando todos los compromisos asumidos y ver qué falta y qué no, tomaría más tiempo del previsto. Y no creo que el Presidente esté dispuesto a dejar que esa obra la inaugure otro gobierno.
La palabra adenda, manejada como un concepto que ofreció oportunidades para que Odebrecht lograra modificaciones presupuestarias en casi todas las obras, mete miedo. O mejor: nadie está en la disposición de proponerla en momentos en que se cuestionan todos los procesos mediante los cuales se adjudicaron los contratos.
En Punta Catalina hay tres países que intervienen. Odebrecht, desprestigiada e imposibilitada de recomponer su imagen o reputación corporativa, debe terminar la obra. Es un mal necesario que tenemos que admitir.
Lo único que podemos hacer es vigilar más de cerca cada movimiento financiero y de aplicación de los planos, pues ante un socio que no genera confianza, pero que por obligación debemos seguir con él, mantenerlo cerca, bajo control, es la única alternativa.