[dropcap]C[/dropcap]ontra viento y marea, incluso contra sí mismo, Donald Trump se impuso ante Hillary Clinton, la experimentada mujer de Estado, exsenadora, exprimera dama, exsecretaria de Estado y todos los demás “exes” que tenga guardados en algún correo por ahí.
La exaspirante a la Presidencia de Estados Unidos le tocó la peor parte y cosechó el descrédito de la clase política, y el vencedor, un magnate de los negocios inmobiliarios, malhablado, irreverente y caricaturesco (por los excesos de ademanes y muecas que hace con su rostro) se alzó con el santo y la limosna. Desde el 20 de enero de 2017 será el hombre más poderoso de la tierra.
Más allá de tener los códigos y claves de seguridad (hipersecretos) que accionan las bombas nucleares, gobernará con un Congreso más favorable (no será un sello gomígrafo como aquí en República Dominicana), pues su partido, el Republicano, también quedará en mayoría, como ha sido durante la administración del histórico y bien recordado Barack Obama.
Donald Trump tendrá su congreso (y sin pedirlo, como sí lo hizo el presidente Danilo Medina, que sabe que la falta de institucionalidad y de autodeterminación de los legisladores, que siguen líneas interesadas, le allanan el camino).
Estas elecciones, sin duda, elevaron la euforia de los estadounidenses a niveles pocas veces vistos en esa nación norteamericana. Donald Trump, que por supuesto ahora piensa como Presidente y no como el candidato incendiario y detractor de todo lo que han hecho los demócratas, es inteligente y un sabio que conoce la idiosincrasia del pueblo más tradicionalista.
Su estrategia, o la de sus asesores, parecía equivocada en principio cuando generó comentarios y titulares respecto a sus promesas de sacar a los inmigrantes, cuando lo que buscaba, quizá, era “sacar de sus casillas” a los estrategas demócratas y a su candidata. Persiguió lo que en marketing político se llama “haz que hablen de ti, aunque sea mal, pero haz que hablen”. Y lo logró.