Cuando en nuestra vida profesional comenzamos o terminamos proyectos nuestras emociones surgen de forma inevitable. Estas emociones se identifican con la ilusión, la incertidumbre, la angustia, la frustración, la satisfacción y posiblemente muchas más.
Sin embargo, en muchas empresas (quizás demasiadas) la cultura imperante es que no deben manifestarse emociones o, en última instancia, no deben reconocerse. Se niega, quizás por incomodidad pero ante todo por desconocimiento, que las emociones puedan gobernar la vida de la empresa.
[dropcap]E[/dropcap]l Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman (primer nobel de economía no economista) nos explica que el ser humano genera unas 22,000 emociones al día. Lo anterior nos confirma que existen las emociones y que estas son numerosas, aunque también es una realidad que la mayoría de las personas se abstiene de compartirlas por no disponer de un ecosistema o cultura que sea adecuado para que eso pase y, menos aún, que promueva que eso pase.
El punto central que quiero destacar en este texto es que es necesario trabajar con las emociones para enfrentarse a la rutina, que es la gran enemiga de toda organización. El proceso de mejora y competitividad de una organización requiere de la participación de todos sus integrantes y muchos de ellos están inmersos en rutinas poco eficientes e improductivas.
La rutina debe enfrentarse al desafío, la curiosidad y la insatisfacción por el cómo se hacen las cosas. Y si las emociones no están presentes, ese desafío necesario difícilmente aparecerá.
Una consultora especializada realizó una encuesta en España entre los años 2010 al 2012. Los encuestados fueron 3,876 colaboradores de 371 empresas y el 75% confesó que trabajaba con resignación e indiferencia. La mayoría reconoció que estaban en la empresa “de cuerpo presente, pero de mente y corazón ausentes”.
Una de las razones que subyace aquí es posiblemente que muchos directivos apenas tienen tiempo de pensar en el estado emocional de sus propias empresas por intentar tapar el suyo propio.
Como ya lo detalló Darwin hace más de 200 años, el estrés es uno de los mecanismos que en la evolución ha permitido a las especies estar alerta ante los peligros que le acechaban y, en consecuencia, sobrevivir a los enemigos. Y el ser humano no es ninguna excepción.
Hoy no vivimos en un hábitat en el que el instinto de supervivencia sea determinante, aunque quizás los peligrosos carnívoros han sido sustituidos por creadores de rutinas y neutralizadores de emociones, lo cual termina poniendo en peligro de supervivencia a una empresa. Hay muchos dispuestos a explicar “cómo se deben hacer las cosas”.
Ello elimina la iniciativa, el desafío y tapa las emociones sin convertirlas en conectores con el cambio siempre necesario en una empresa. ¿Nuevos productos? ¿Inversiones en tecnología? ¿Expansión geográfica? Todas esas iniciativas pueden ser un motivo de desarrollo y crecimiento de la empresa.
Pero propongo que, junto a esas iniciativas, se establezca un entorno que permita la participación de todos los trabajadores en la mejora de los procesos del día a día de la empresa, generando de esa manera emociones positivas y desterrando aquellas que llevan a la empresa a la ineficiente e indeseada rutina.