[dropcap]J[/dropcap]uan Pérez no es su nombre real, pero es el que usaremos en esta entrega para identificar al cabo del Ejército que también está asignado como escolta de un funcionario, titular de una institución estatal autónoma.
Se siente afortunado porque recibe un salario de alrededor de RD$7,000 mensuales como militar y en su condición de escolta de un funcionario le pasan un salario adicional de RD$13,000, por lo que su sueldo bruto llega a RD$20,000.
Pero no es tarea fácil. El pasado miércoles, luego de ocho horas completas de servicio, de 2:00 de la tarde a 10:00 de la noche, justo a esa hora el funcionario se antojó de ir a un restaurante con una “amiga”.
Llegaron a las 10:15 al restaurante, el funcionario cenó y duró alrededor de dos horas conversando y tomando vino, mientras el cabo Pérez permanecía en la puerta principal del local, con hambre, sin tomar siquiera una botellita de agua, esperando que el funcionario terminara a ver si, tal vez, a la 1:00 de la madrugada lo despachaba.
A esa hora o más tarde, Juan tenía que partir a su casa, en un barrio que le dicen El Bonito en Santo Domingo Este. Llegar de madrugada, arriesgando su vida, en un motorcito que compró recientemente y con el temor de no ser interceptado por delincuentes que pudieran despojarlo de su arma de reglamento y matarlo sin piedad.
Ese es su trayecto diario. Pero lo hace, porque lo necesita, aunque no se entiende cómo un hombre bajo esas condiciones y pensando que su familia está desprotegida mientras él “cuida” a otro, mantiene la buena disposición.
Algo parecido ocurre con su compañero de trabajo. Es un raso de la Policía también asignado a la casa del funcionario. Su salario mejora y su tarea es tan difícil como delicada, por no decir indignante. Este miembro del “cuerpo del orden” tiene que usar un vehículo con placa oficial para los mandados de la residencia del funcionario. En la mañana, muy temprano, debe estar listo para llevar a los dos hijos de la pareja al colegio, un centro educativo de clase alta donde reciben la educación más cara.
Mientras lleva a los niños, el raso piensa que él también tiene hijos, tres para ser exactos, los cuales deben ir solos a la escuela pública en un barrio del sector Brisas del Este, también en el municipio oriental de Santo Domingo.
Su esposa trabaja y sale temprano de la casa, al igual que él. Su hija de 11 años se encarga de prepararse ella y preparar a sus hermanitos de ocho y nueve años para llevarlos a la escuela, solos y sin protección alguna. En tanto que él está llevando a los hijos de otro a un lujoso centro educativo en un lujoso vehículo. No hay que decir que los suyos van sin merienda y, posiblemente, sin desayunar. Por suerte en esa escuela dan el desayuno escolar, pues de lo contrario, tendrían hambre al recibir el “pan de la enseñanza”.
En esa misma casa trabaja como doméstica, específicamente de niñera, una mujer llamada María. Ella tiene un sueldo de RD$9,000 mensuales para cuidar al bebé de dos años de nacido. Lo mima, le da cariño, la mejor de las atenciones, se ocupa de su cuidado, de su alimentación, de su limpieza y de cualquier necesidad que tenga. Pero a la vez se queda pensando en qué estarán sus dos niños de tres y cuatro años, que están bajo el cuidado de su madre en un remoto sector de La Victoria en Santo Domingo Norte, a los que puede visitar cada dos semanas cuando le dan dos días libres.
Pero lo hace feliz, porque es madre soltera y tiene un empleo que le permite juntar un dinerito para llevarlo a la casa de su madre con la esperanza de que pueda atender mínimamente bien a sus dos hijos, que comparten cama con otros primitos que también viven en la casa junto a su hermano mayor y la esposa de éste, en medio de precariedades y estrecheces propios de la pobreza.
Pero son pobres honrados, que viven del esfuerzo de su trabajo y sirven con lealtad y esmero a las personas para las que trabajan independientemente de las iniquidades que sufren a diario por el tipo de sociedad en que viven.
Como el cabo Pérez, su compañero el raso de la Policía y la niñera María son miles de familias las que viven en extrema pobreza y se administran sin incurrir en delitos ni otros actos ilícitos, porque la pobreza no justifica la delincuencia, aunque sí la incentive de forma directa o indirecta. Por suerte, los que se dejan incentivar son minoría.