Una de las debilidades institucionales más evidentes en la gestión del Estado dominicano es la escasa de rendición de cuentas y, junto a esta, la poca credibilidad en lo que se presenta como ejecución.
En efecto, por años hemos visto desfilar cientos de funcionarios que han gerenciado las entidades públicas, puestas a su cargo, como patrimonio particular, con poca o ninguna conexión con la ciudadanía, y con ausencia de producción de bienes y servicios que impacten a la población. En otros casos, se tiene solo la presentación de memorias, mayormente fotográficas de la implementación de los planes, pero con poca sustancia en cuanto a la profundidad, contenido y esencia. Todo lo anterior significa que República Dominicana no tiene un sistema de rendición de cuentas cónsono con la democracia que practica.
Y todo lo anterior ha tenido un denominador común, la política. Así, en nombre de las alianzas políticas se desarrolló por años un esquema en donde los partidos minoritarios y los movimientos políticos, se arrimaban al gobierno en reelección, o a la oposición con amplias posibilidades de ganar las elecciones presidenciales, lo cual los hacía merecedores de que se le asignara una dirección general o un ministerio como botín de guerra y, en función de este preconcepto, podían manejar los fondos públicos a su antojo. De esta manera, invertían los recursos estatales a discreción, empleaban personas bajo sus propios criterios, adquirían bienes y servicios para favorecer a terceros y, de paso, ir construyendo un capital político para nuevas negociaciones.
Bajo este entramado, se fue construyendo un país con un Estado que partía de la negociación política y no de estrategias reales y creíbles de desarrollo; y esta negociación solo conducía a la impunidad, y a la no persecución de la corrupción ni del delito. El Congreso Nacional, constitucionalmente garante de la implementación de las leyes que aprueba y que debe poner en ejecución el Poder Ejecutivo, se fue también convirtiendo en un instrumento de prevaricación, contubernio y de relaciones de negocios. En ese esquema, todos ignoraban que la rendición de cuentas es, según lo plantea Delmer D. Dunn (citado por Olivera), “la obligación de todos los servidores públicos de dar cuentas, explicar y justificar sus actos al público, que es el último depositario de la soberanía en una democracia”.
Por suerte, y como lo establece el dicho, “no hay mal que dure cien años ni sociedad que los resista”. Con la rendición de cuentas del presidente Luis Abinader durante esta semana, y en donde presentó las ejecutorias llevadas a cabo durante los primeros 90 días de su gobierno, deja claro que un nuevo tipo de gerencia ha llegado al Estado, en donde lo esencial no es, al parecer, el amarre político, la visión de continuismo, el negocio con la cosa pública, sino la gestión institucional. Lo que sería bueno saber es si los demás músicos de la orquesta estatal están tocando las mismas partituras, rindiendo cuenta a los diferentes niveles de la estructura organizacional del gobierno. También, sería bueno conocer si se han establecido los sistemas de consecuencias para, en caso de pifias, saber dónde y a quién buscar para que responda por sus indelicadezas, si las hubiere demostrablemente.