Varios países intentan lograr que las etiquetas sean más informativas, legibles, comprensibles y confiables. Se trata de un interés legítimo en momentos en que muchos problemas de salud relacionados con los alimentos, como ciertos tipos de cánceres, diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares, presión arterial alta y osteoporosis, acusan una tendencia firme al incremento a nivel mundial.
La obesidad se encuentra estrechamente relacionada con todos estos males. Este año se estima que el número de personas con sobrepeso en el mundo sería de 1.7 mil millones, mientras la cantidad de obesos alcanzaría los 767 millones. El porcentaje para América Latina y el Caribe es de 58%, incluyendo solo la obesidad. La OMS estima que República Dominicana cuenta con un 65% de su población (unos 6.5 millones de personas, 2019) con obesidad o sobrepeso. Una gran desventaja de salud en tiempos pandémicos.
No ha de resultar extraño entonces el gran empeño de las autoridades de Chile (desde 2016), Perú (2019), Uruguay (en fase de implementación) y más recientemente México en el diseño de nuevos formatos de etiquetado, así como en la consolidación de una cultura nacional de comprensión de la información que contiene.
Desde el 1 de octubre de este año el nuevo etiquetado mexicano se plantea lograr una mayor y más efectiva protección de la salud de los consumidores, inducir a las empresas a reformular la elaboración de sus productos y reducir los enormes gastos en el tratamiento de enfermedades relacionadas con una mala alimentación. La gran novedad son los sellos octagonales que aparecen en los alimentos.
Estos sellos incluyen la palabra “exceso” y son unos cinco para azúcares, grasas saturadas, sodio, calorías añadidos y grasas trans (la peor para la salud). Las expectativas y los resultados concretos logrados son buenos. Se espera un ahorro de 1 mil 800 millones en gastos en atención médica en cinco años, además de la prevención de la obesidad que de otro modo podría afectar a cientos de miles de personas. De acuerdo con las autoridades mexicanas, ya fue detectada una disminución del 25% en la compra de bebidas azucaradas, del 17% en postres envasados y del 14% en cereales para desayuno.
Para muchos consumidores, acostumbrados a la rutina de tirar alimentos en el carrito sin los mayores miramientos, los mencionados sellos resultan una visión algo incómoda, si bien ya comienzan a reconocer los beneficios resultantes del cambio en sus hábitos de compras.
Las críticas provenientes del sector empresarial no se han hecho esperar. Algunos se aferran a las tablas nutricionales de la FAO (que pocas veces suelen leerse) por considerarlas más claras. Pero no se trata de sustituir estas tablas, que seguirán apareciendo en el etiquetado, sino de asegurar que el consumidor sea advertido tempranamente con solo echar un vistazo al producto y sin que tenga que leer necesariamente su información nutricional. Otros se han sumado al esfuerzo del gobierno de manera muy constructiva.
La iniciativa es buena, pero los problemas de salud provocados por una mala alimentación no solo provienen de información insuficiente o poco clara y comprensible en el etiquetado. En nuestro país, como en México y otros países de la región, la venta de alimentos en las calles que no cumplen normas ni regulación alguna, ricos en calorías y grasas, cocidos a menudo con aceite decenas de veces reciclado, plantea un enorme problema de salud pública al gobierno.
En nuestro caso, parece imposible a estas alturas lograr por lo menos que estos puestos de venta se encuentren lejos de lugares contaminados; utilicen agua potable tanto para cocinar como para limpiar los utensilios intervinientes; indiquen claramente el origen de los productos utilizados en los procesos elaboración; muestren un sistema de recogida de residuos; utilicen una lista muy concreta de aditivos y sean beneficiarios de una certificación de conformidad de autoridad competente.