Contemplé con desesperanza el grifo de la bañera que ahora era imposible cerrar. El agua se escapaba por las juntas e inundaba el baño mientras que, en la misma medida, el sentimiento de impotencia me ahogaba. Me quedé sentada inmóvil sobre el borde de la bañera, con el niño desnudo en mis piernas.
Aún me aterraba la idea de abrirle la puerta a un extraño que podía contaminar la burbuja estéril que nos habíamos esforzado en construir. La visita de un plomero era inconcebible. El sólo hecho de imaginar unas botas ásperas desprendiendo, o no, partículas de virus que habían sido recogidas en su camino a casa, me generaba palpitaciones. Resignada, desgarré un pedazo de una toalla vieja y condené el grifo a la fuerza. Mejor inutilizar un baño, que exponerse al coronavirus.
La imposición de la cuarentena encontró a dos padres, trabajadores a tiempo completo, con dos hijos pequeños y aislados de sus sistemas de soporte. Desde el primer día, la fórmula conducía a una conclusión predeterminada: en medio del confinamiento, las cosas empezarían a desgastarse. Encontrar el equilibrio entre la familia, el hogar, los niños, las mascotas, el teletrabajo, el tele-aprendizaje y la angustia de enfrentarnos a un enemigo desconocido con traje de pandemia, es una tarea titánica, por no decir imposible.
Confieso que durante esa primera ola de la cuarenta, contraje el coronavirus al menos una vez a la semana. Y estoy segura que todas las madres que conozco llegaron a pensar igual en algún momento. Al acercarse la tarde, el cuerpo pesaba como el cemento seco y la temperatura subía al compás de las pulsaciones del dolor de cabeza. La falta de aire era evidente.
La sintomatología desaparecía como por arte de magia tan pronto lograba dormir a los niños y encontraba un poco de cordura. ¿Qué cuerpo exhausto no pesa? ¿Quién respira sin presión en la ansiedad? ¿Qué corazón se resiste ante la imposibilidad de satisfacer expectativas irreales?
El coronavirus dejó en evidencia el valor inconmensurable del trabajo dentro del hogar. Resulta que esas tareas no son remuneradas, no por una ausencia de valor, si no más bien por la incapacidad que hemos tenido en poder asignarles un costo justo. El trabajo dentro del hogar es fundamental para el desarrollo y toca reconocer, que la carga pesada la ha tenido tradicionalmente la mujer. Como sociedad, lejos de reconocerles el mérito, esta carga desproporcionada ha afectado adversamente la capacidad de crecimiento de la mujer. Si algo positivo puede surgir de este contexto, que sea la posibilidad de replantearnos los roles que imponen los estereotipos de género.
Vacilé mucho en escribir un artículo en esta tesitura. Presentarse vulnerable está contraindicado en nuestras sociedades, y de manera particular, para una mujer, reflejar una dificultad para sobrellevar los roles que se dan por sentado es casi un acto de autoincriminación. Sin embargo, no podemos perder la humanidad de reflejar las cosas de manera sincera. De lo contrario, esta pausa habrá sido en vano. En tiempos de pandemia, la familia debe ser la gran sobreviviente y con ella, debe primar el convencimiento de que el cuidado de este núcleo es responsabilidad en partes iguales tanto del hombre como de la mujer.
Noventa días después, pude reunir el coraje para abrirle la puerta al plomero, pero en el ínterin, también reuní el coraje para reconocer que no es posible, ni tampoco necesario, hacerlo todo.